martes, 11 de diciembre de 2018

Al Señor R., 11 años después de la última vez



Nunca se lo dije, señor R,
pero hubo un tiempo
en que me moría de amor por usted:

domingos de iglesia con los viejos,
morbosa de dieciocho
y ahí usted, alto y tan serio,
con los bíceps y el pecho más hermosos
que había apreciado en ese entonces.

Nos volvimos íntimos años después:
viernes eran sus noches fuera de casa,
(anécdotas que nunca
podré contar a mis viejos);
vinito dulce, olor a cigarrillo y menta,
comiéndome la boca
exageradamente;

quizás 3 años
dispersándonos;
yo, tonta conformista
con poco amor propio,
prestándome a la distracción
del tedio que se acumulaba.
Usted, un poco más
(a parte de cuernos para el novio de entonces
-quien tampoco conocía de fidelidades-
y la excitación que puede provocar un cuarentón
a una pendeja de veintialgo):
fue un “lo quiero” de luces amarillas,
oculto en las oraciones a Dios,
sin la mínima sospecha de parte suya
y que, seguramente,
 nunca hubiese comprendido

y, la verdad ¡mejor así!