Nunca se lo dije, señor
R,
pero hubo un tiempo
en que me moría de amor por
usted:
domingos de iglesia con
los viejos,
morbosa de dieciocho
y ahí usted, alto y tan
serio,
con los bíceps y el pecho
más hermosos
que había apreciado en
ese entonces.
Nos volvimos íntimos años
después:
viernes eran sus noches
fuera de casa,
(anécdotas que nunca
podré contar a mis viejos);
vinito dulce, olor a
cigarrillo y menta,
comiéndome la boca
exageradamente;
quizás 3 años
dispersándonos;
yo, tonta conformista
con poco amor propio,
con poco amor propio,
prestándome a la distracción
del tedio que se acumulaba.
Usted, un poco más
(a parte de cuernos para
el novio de entonces
-quien tampoco conocía de fidelidades-
y la excitación que puede provocar un cuarentón
a una pendeja de veintialgo):
-quien tampoco conocía de fidelidades-
y la excitación que puede provocar un cuarentón
a una pendeja de veintialgo):
fue un “lo quiero” de luces amarillas,
oculto en las oraciones a Dios,
sin la mínima sospecha de parte suya
y que, seguramente,
oculto en las oraciones a Dios,
sin la mínima sospecha de parte suya
y que, seguramente,
nunca hubiese comprendido
y, la verdad ¡mejor así!
y, la verdad ¡mejor así!