martes, 10 de diciembre de 2019

Hey dude...

Hey dude, sí, vos,
morenazo innombrable,
con la mirada más sensata, 
pero sólo antes de percatarse
de mis piernas.

Y mis piernas que no se resistieron
a tus manos.
Después fuimos bocas comiéndose
lo poco que sabíamos de cada quien.
Me dejaste olor a menta y cigarrillo,
regalándole mariposas a mi estómago
y otro nombre que añadir a la lista
de los amigos que se vuelven íntimos
en todo el sentido de la palabra.

Unos encuentros más y
me hubiese enamorado. Probablemente sola,
como suele ocurrirle a las chicas descompuestas.
Había dejado de creer en romanticismo,
pero, más tiempo pegada a tu espalda,
hubiese sido either mi salvación
u otra excusa que sumar a mis borracheras
(las últimas de ese año).

Te debo dos noches desaburridas,
respuestas a inquietudes psicológicas
(algunas tienen que ver con vos),
una amistad inusual que pocos entenderían,
un parecido a aquel hijo de puta
[uno de los amores de mi vida
que adoré más tiempo del debido].

Tal vez nunca le ponga tu nombre
a alguna de las constelaciones,
o al gato de los vecinos,
ni a este poema. Pero he pensado en vos,
en esas tus manos que lo empezaron todo,
compartiendo aquel cigarrillo,
viajando en tu motocicleta,
frenando a propósito para (a)pegarme más
a tu espalda.
Sos de esos duendes que escondo con esmero,
de los cuales no quiero deshacerme.
Que me hacen sonreír. 
De los pocos que han valido la pena.
A los que invitaría a un café
(recuerdo te gusta con leche y azúcar).
Y me regalaras un jardín de girasoles,
una infinidad de razones con tu color,
una luna de queso para el ratón
de mis juegos favoritos,
propósitos para aquellos amaneceres
perdidos en unos ojos tristes,
en el comienzo de unas pecas,
en el final de huelgas de hambre sin causa
de la adolescente rota
que nunca pude rescatar.

Y aunque terminé enamorada de otro
que me hace llorar sólo de purita alegría
(que, por fin, Dios se compadeció),
a veces, moreno guapo,
te echo de menos. 
Y quisiera meter mis manos pequeñas,
casi del tamaño de las de un chico de cuarto,
dentro de tu camisa (que acá hace frío),
comerme esas tus manos
como si fueran un mango.
Y los antojos de tus lunares. Los dedos de tus pies.
Morderte las nalgas y la nariz tan delicadamente 
que llegases a creer que digo que te quiero.
Y que vos, con tu acento de filósofo,
tu piel tostadita de sol
y cicatrices necesarias,
fueras recíproco a esta necedad
que tan sólo será parte 
de las fantasías secretas
de este corazón remendado
y tranquilo (excepto en noviembre),
contento de que hayas sucedido;
sumergidas en los orígenes de mis dedos
que siempre quieren lluvia,
interrumpiendo momentos menos sospechados.

Te quedarás ahí, aunque no lo pidas,
y serás una de las locuras favoritas 

y trascendentales de mis treintaiuno.